8 mar 2012

María Zambrano

La llama

     Asisitida por mi alma antigua, por mi alma primera al fin recobrada, y por tanto tiempo perdida. Ella, la perdidiza, al fin volvió por mí. Yentonces comprendí que ella había sido la enamorada. Y yo había pasado por la vida tan sólo de paso, lejana de mí misma .Y de ella venían las palabras sin dueño que todos bebían sin dejarme apenas nada a cambio. Yo era la voz de esa antigua alma. Y ella, a medida que consumaba su amor, allá, donde yo no podía verla; me iba iniciando a través del dolor del abandono. Por eso nadie podía amarme mientras yo iba sabiendo del amor. Y yo misma tampoco amaba. Sólo una noche hasta el alba. Y allí quedé esperando. Me despertaba con la aurora, si es que había dormido. Y creía que ya había llegado, yo, ella, él... Salía el Sol y el día caía como una condena sobre mí. No, no todavía.



Zambrano, M.:  Diotima de Mantinea, en Hacia un saber sobre el alma, Madrid,
Ed. Alianza, 1989, p. 197



La pensadora del aura de María Zambrano, audio.

Las raíces del pensamiento filosófico de María Zambrano brotan del impulso de armonizar metafísica y mística con el fin de proponer la razón poética como solución a la crisis existencial de la década del cuarenta. De ahí que María Zambrano fuera una figura sorprendente e inaudita en los años de la dictadura en España, donde predominaba la censura y la vulgaridad; de ahí que tuviera que vivir un exilio que, en sus propias palabras «ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida, pero que una vez que se conoce, es irrenunciable». Lo cierto es que París, México, Cuba, Roma, La Pièce y Ginebra son los escenarios geográficos que se inscriben, para siempre, como testigos directos de la construcción de un legado filosófico muy original y muy personal, pero, ante todo, impensable de haber permanecido la filósofa en España. Sin duda alguna, su legado es el propio de una mujer valiente, que se atrevió a romper con convencionalismos y permaneció a lo largo de los años contagiando su entusiasmo y su fascinación por el estudio de las más variadas formas de creación.
La hermenéutica del exilio se halla ligada a la creación de María Zambrano ya que fue en el exilio donde concibió y publicó sus mejores obras: La confesión como género literario (1943), El pensamiento vivo de Séneca (1944), Delirio y destino (1952), El hombre y lo divino (1955), El sueño creador (1965) y Claros del bosque (1975). Su propuesta filosófica ante la crisis personal e histórica que sufrió a causa del exilio se resolvió, como ella misma ha asegurado en sus escritos, mediante la creación de una «metafísica auroral», de tipo dinámico y evolutivo, de acuerdo al proceso antitético que supone el hecho insoslayable de vivir emparejado al sentir de la negación del ser que implica ese mismo vivir. Como asegura Ana Bundgaard, la filosofía de la crisis, se torna en una homónima de la esperanza para Zambrano, pues la esperanza es la fuerza irracional que sostiene y defiende a la filósofa frente al nihilismo existencial.
Es indudable que el exilio, como experiencia metafísica, produjo un cambio radical en la visión que Zambrano mantenía, primero, respecto a España y Europa y, algo más adelante, respecto al mundo. Ahora bien, a partir de 1955, el discurso de Zambrano se muestra traspasado por la impronta mística, de manera que uno de sus más grandes anhelos, la reconciliación entre pensar y ser, así como la solución a la crisis personal de la filósofa, en cuanto a exiliada, encontrarían un escape propicio mediante la introspección de corte místico. Claros del bosque es una obra definitiva en este sentido, ya que concebida desde el dolor y la soledad más profundos, en esta obra Zambrano simboliza la experiencia mística mediante el «claro» y apunta, en la línea de Heidegger, la recuperación del sentimiento religioso como base de la meditación «sobre y desde el vivir». Como resultado, la experiencia metafísica es superada de manera armoniosa por la homónima mística hasta colmar en Zambrano los impulsos que la empujan hacia la creación poética y, en suma, a la vida en su más amplio sentido.
Lo cierto es que Zambrano deja una obra donde se conjugan la inteligencia y la sensibilidad, además del eclecticismo y la diversidad. Incansable lectora, se acercó a filósofos tan dispares como Séneca, Ibn Arabi, Heidegger o Nietzsche; escribió, asimismo, sobre creadores de la época clásica como Platón y Sófocles; también lo hizo sobre diferentes autores del mundo hispánico, entre los que ocupan un destacado lugar San Juan de la Cruz y Miguel de Cervantes; el análisis textual y literario de los dos autores mencionadas, junto a los que publicó sobre Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Emilio Prados, Pablo Neruda o José Ángel Valente entre otros, dan cuenta de una aproximación muy particular y original de la filósofa a la literatura española. Ana Bundgaard señala en este sentido, que Zambrano instrumentaliza la literatura, de manera que las obras que ella comenta se convierten en textos que son objeto de una reflexión personal, subjetiva e ideológica, y que no tiene en cuenta que el lenguaje poético es una manera concreta y específica de establecer una comunicación entre el ser humano y el mundo.
Remontándonos a los orígenes de su legado, la obra de Zambrano es hija y heredera indiscutible de la Segunda República española, una época de brillantez y libertad intelectual en la que una jovencísima María Zambrano había tenido la ocasión de mostrar su creatividad, su talento y su compromiso con la democracia. No es extraño, por lo mismo, que con la vuelta de la democracia a España le llegaran a la filósofa los más importantes reconocimientos: premio Príncipe de Asturias en 1981, premio Cervantes en 1988, y varios doctorados honoris causa en distintas universidades españolas; fue nombrada, además, hija predilecta de Andalucía en 1987, coincidiendo con la constitución de la fundación que lleva su nombre en Vélez-Málaga, la ciudad que la vio nacer en 1904.
La vuelta a España de Zambrano en noviembre de 1984, después del largo exilio, constituye uno de los acontecimientos cumbre en la vida de la filósofa española. Una energía renovada la impulsa, desde ese momento y hasta su muerte, a volcarse de manera sorprendente en la escritura de numerosos artículos, en las reediciones de obras anteriormente publicadas y, sobre todo, en la continuada convivencia con diferentes figuras del mundo intelectual hispano. De algunos de ellos quedan testimonios de admiración y de respeto, pero, sobre todo, de amor. José Miguel Ullán recuerda que «Al hablar, [ella] entraba en espirales vertiginosas, hurgaba en todas las heridas y, a la vez, se abría a la esperanza, nos la hacía contemplable». Por su parte, Amalia Iglesias evoca su penetrante fuerza interior, una fuerza que mantuvo hasta los últimos momentos de su vida. Dice Iglesias: «Quería estar siempre arreglada. No veía televisión, no estaba rodeada de muchos libros. Era como si llevara su biblioteca dentro. Estaba habitada por una profunda serenidad».
Los restos de María Zambrano reposan eternamente en Vélez-Málaga y, desde allí, principalmente desde la Fundación que lleva su nombre surgieron una serie de iniciativas para celebrar con júbilo, en el 2004, el centenario de una intelectual cuya actitud vital podría resumirse, precisamente, en la constante celebración de la existencia.


Bibliografía
Ana Bundgaard, Más allá de la filosofía. Sobre el pensamiento filosófico-místico de María Zambrano, Madrid, Editorial Trotta, 2000.

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